Emily St. John Mandel (trad. de Claudia Castellanos)
Ático de los Libros
Rústica | 320 páginas | 17,90€
Habiendo leído —y fascinado— con anterioridad Estación Once y El mar de la tranquilidad, uno se acerca a El hotel de cristal (quinta novela de Emily St. John Mandel) pensando que sabe, más o menos, que se puede encontrar. No podría estar más equivocado, y me incluyo en este grupo. En cuanto al estilo, si que están presentes algunos de sus rasgos característicos, como los diferentes puntos de vista y las líneas de tiempo que van y vienen entremezclándose entre personajes continuamente. Sin embargo, en cuanto a la trama, escenario y la temática, El hotel de cristal no se parece en (casi) nada: son historias de la caída de un esquema Ponzi ambientadas al comienzo de la crisis económica de 2008, aderezadas con un poco de fantasmas por el medio, y situadas en un escenario totalmente realista y para nada especulativo.
Viñetas en el tiempo
Todo comienza con un atractivo Empezar por el final. En un guiño a lo posmoderno, El hotel de cristal hace su obertura por el final, cuando una chica cae en picado por el costado de un barco en la salvaje oscuridad de una tormenta. El barco, según nos enteramos más tarde, es el Neptune Cumberland. Luego retrocedemos a 1994 y a 1999, donde Paul, un infeliz estudiante de finanzas en la Universidad de Toronto intenta congraciarse con una banda de electrónica ofreciéndoles droga, de procedencia desconocida y, según parece, dudosa. Después de que sucede algo inevitable, corre hacia su hermana: Vincent. Y cuando uno parece que sabe hacia donde vamos… salto en el tiempo y nos encontramos en un hotel de cristal, un impresionante edificio situado en la pequeña isla de Caiette, frente a la costa de la Columbia Británica, donde una camarera llamada Vincent y un empleado de mantenimiento llamado Paul, trabajan en el tranquilo turno de noche.
Un hombre, León, está sentado tomando un whisky en el bar y resulta que trabaja para una compañía naviera llamada Neptune-Avramidis. Alguien pone un mensaje en la ventana, normalmente traslúcida: ¿Por qué no te tragas los cristales rotos?, lo que inquieta a todos ya que el propietario, Jonathan Altakis, un financiero de Manhattan, entra en el hotel. Cuando Alkaitis, recién enviudado, pide una bebida, Vincent es quien él necesita que sea. Luego, Alkaitis solicita su compañía a cambio de la libertad de dejar de pensar en el dinero. Las llaves de su reino del dinero son suyas, pero no por mucho tiempo. Se acerca el momento de la caída de los precios de las acciones y el colapso de los bancos. Como veis, es muy difícil hablar de que va exactamente El hotel de cristal y hacer de ello algo atractivo. Y es que su elemento cautivador no es algo que se pueda contar con palabras, sino más bien algo que solo se puede sentir. Las trayectorias de los personajes se cruzan y entrecruzan, en un camino de viñetas, de momentos, que marcan un antes y después en sus vidas, pero nunca un punto y final.
Fragmento de la portada original
Un montaje de experiencias
Al igual que Estación Once y El mar de la tranquilidad, El hotel de cristal se estructura en una mezcla de cortes temporales. Paul, Vincent, Jonathan Alkaitis y Leon Prevant forman un montaje no lineal de experiencias de vida, estudiados hacia adelante y hacia atrás a lo largo de varias décadas. Es un mosaico de narrativas, intrincadamente construidas y destinadas a cruzarse, trazadas con habilidad y nitidez a través de lo sencillo, de fragmentos que forjan personalidades y vinculan vidas. El hotel de cristal se mueve por diferentes entornos, donde buscamos en el tiempo a estos personajes y queremos saber donde se entrelazaran sus vidas una vez más. Incluso en su sección media, la más inspirada en el esquema de Bernie Madoff, la propia Mandel experimenta su voz narrativa desde una segunda persona plural, cimentando una especie de drama judicial, un increíble mea culpa de los subordinados de Alkaitis repleto de personajes moralmente cuestionables. Y entre ellos, aparecen fantasmas, conjurados en su mayoría por la culpa y el dolor. Todos están un poco perdidos y buscan significado a sus vidas asentadas sobre arenas movedizas.
Cuando uno cierra las últimas páginas de El hotel de cristal no puede evitar tener unas cuantas preguntas. La primera, por supuesto, es preguntarse de que trata la historia:¿es sobre el robo a través de un esquema Ponzi? ¿sobre un hotel millonario aislado del mundo en medio de la nada? ¿Una mujer misteriosa llamada Vincent? ¿Fantasmas que visitan a los vivos? ¿El destino? La verdad, quién sabe, a estas alturas sigo sin estar seguro de ello, y cada rato que lo pienso voy cambiando de idea. Lo único que tengo claro es que El hotel de cristal trata sobre personas y personajes, sobre nombres que se graban en el lector y cobran cierta vida propia a través de sus viñetas. Sobre estelas en el tiempo que se entrecruzan. Sobre el desastre, la culpa y las efímeras conexiones humanas que pueblan nuestro día a día. Al final, es una novela un poco caótica, y nunca se sabe muy bien de que va todo lo que cuenta, pero tiene algo — y ese algo lo pone Emily St. John Mandel, cero dudas— que hace que sea, en cierta manera, inolvidable.
Coqueteando con el género
Si Estación Once se casa con lo apocalíptico y El mar de la tranquilidad con la ciencia ficción, El hotel de cristal coquetea con lo sobrenatural. Los fantasmas que pueblan su novela se presentan en múltiples formas, algunas más literales como los que visitan a Jonathan rondando en su celda de prisión, y otras más metafóricas, como las personas que desaparecen de las vidas de otras. Mandel tiene una habilidad fascinante para tejer un texto que resuene con lo emocional, donde lo sobrenatural tiene más de un sentido y se incorpora en la narración en su forma más gótica. La mayoría de los personajes de la novela son visitados por espíritus y se dan cuenta de que la barrera entre los mundos visible e invisible es tan transparente y vulnerable, que siempre parece a punto de romperse como la pared de cristal del hotel. Sin embargo, El hotel de cristal también utiliza una acepción de fantasma bastante diferente, como la del dinero. El dinero te da la capacidad de existir fuera del tiempo, la elección de no ver, de no experimentar. En cierta forma, te convierte en un fantasma a ojos del resto, alguien que no aprecia la existencia de los demás y se viste a diario con una capa de invisibilidad para paliar las molestias de sentir la pura realidad.
Ilustración de Michael Glenwood para The New Yorker
El universo Mandel
Ya sabemos que el universo de la novelas de Emily St. John Mandel está conectado. Un puñado de pistas, al igual que sus novelas, van dejando pistas y trayectorias cruzadas. Por ejemplo, en El hotel de cristal se menciona de pasada la gripe de Georgia que hace caer el mundo en Estación Once, aunque no sabemos en que estado se encuentra el brote. Pero si miramos hacia El mar de la tranquilidad, tenemos a Mirella, que en enero de 2020 sigue buscando a su amiga Vincent mientras asiste a una actuación de arte audiovisual de Paul Smith, el hermano de Vincent que también conocimos en esta novela. Al igual que el escenario de Caiette, un asentamiento ficticio de Mandel que también aparece en la primera sección de El mar de la tranquilidad con Edwin St. John, en la escasamente habitada isla de Vancouver. Y, mucho más cerca, los fanáticos de Estación Once reconocerán a León Prevant, donde dirige la empresa de transporte que sin saberlo, propaga el virus al extranjero. El universo de Mandel sigue creciendo y creciendo con cada novela, y es un goloso placer, como me sucede con el Mitchellverse, poder seguir este juego de guiños y (re)apariciones.
Ya sabemos que el universo de la novelas de Emily St. John Mandel está conectado. Un puñado de pistas, al igual que sus novelas, van dejando pistas y trayectorias cruzadas. Por ejemplo, en El hotel de cristal se menciona de pasada la gripe de Georgia que hace caer el mundo en Estación Once, aunque no sabemos en que estado se encuentra el brote. Pero si miramos hacia El mar de la tranquilidad, tenemos a Mirella, que en enero de 2020 sigue buscando a su amiga Vincent mientras asiste a una actuación de arte audiovisual de Paul Smith, el hermano de Vincent que también conocimos en esta novela. Al igual que el escenario de Caiette, un asentamiento ficticio de Mandel que también aparece en la primera sección de El mar de la tranquilidad con Edwin St. John, en la escasamente habitada isla de Vancouver. Y, mucho más cerca, los fanáticos de Estación Once reconocerán a León Prevant, donde dirige la empresa de transporte que sin saberlo, propaga el virus al extranjero. El universo de Mandel sigue creciendo y creciendo con cada novela, y es un goloso placer, como me sucede con el Mitchellverse, poder seguir este juego de guiños y (re)apariciones.
Otras reseñas de interés:
Pues de los tres títulos que mencionas este es el que más me llama, aunque sea un poco raro.
ResponderEliminarUn beso.
Oh, curioso, pensé que sería Estación Once. Espero que lo disfrutes si te animas en el MandelVerse :)
Eliminar