Hace unas semanas, tras leer las páginas de Por si las voces vuelven de Ángel Martin, no paraba de pensar donde estaba el límite de la cordura. También, iba un paso más allá: ¿Existirían, sin traspasar esa línea, muchas de las ficciones que adoramos? ¿Es la cordura una limitación a nuestra existencia y creatividad? Si doy con la respuesta, os aviso, no tengáis duda. Eso me llevo, aunque no pueda parecerlo, directo a Samanta Schweblin y sus Siete casas vacías. Siete potentes (y premiadas) historias sobre personas que están en el límite -o ya lo han cruzado- de lo que se considera normal. Siete historias repletas de personalidad, cotidianidad y una sensación de incomodidad perpetua.
Schweblin, como ya demuestra con Distancia de rescate o Kentukis, se mueve como pez en el agua por los caminos
del costumbrismo quebradizo e inquietante. A través de sus personajes explora
terrores cotidianos, contemplando una normalidad enrarecida y extraña que
desata todas nuestras pulsiones y alertas. Como en Nada de todo esto,
donde una hija nos cuenta como su madre y ella se dedican a mirar casas. Puede
parecer algo corriente, pero la prosa afilada de Samanta te empuja a descubrir
un realismo frágil a punto de estallar.
Todos los cuentos nos describen
situaciones más o menos familiares, como Salir, donde una mujer
simplemente hace lo que dice el título: salir de casa. Pero así, sin momentos
impactantes ni giros inesperados, nos empieza a embargar una sensación de
malestar y tristeza que perdura en el recuerdo. La magia la pone Schweblin, y
el que detecto puede ser su punto fuerte, la brevedad y su uso del lenguaje formal,
exprimiendo al máximo unos mínimos recursos que maneja a la perfección.
Es de esta forma un estilo
engañosamente simple, ocultando un minucioso trabajo por aportar la palabra
correcta y eliminar todo lo superfluo del relato. Mis padres y mis hijos, que es
probablemente uno de los que más siniestras sensaciones transmiten desde el comienzo, no es más
que una discusión entre una pareja en proceso de separación y la extraña
desaparición de sus padres e hijos. Y ahí, en medio de la
nada, el desnudo de dos ancianos se convierte en algo grotesco que te deja mal
cuerpo.
En Siete casas vacías hay
algunos relatos olvidables, la gran mayoría no tiene un remate concreto y son,
simplemente, una instantánea tenebrosa de un momento concreto. Sin embargo, no me
queda duda de que leer a Samanta Schweblin es leer algo diferente, de la
más pura tradición latinoamericana actual, donde la conexión entre realidad y
extrañeza esta más unida que nunca. Las historias están repletas de personajes
relacionados, de alguna forma, con la locura y las casas. El hilo de conexión
es débil y genuino entre todos ellos, pero no cabe duda de que esta ahí, agazapado tras la fachada.
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